Cualidad de Dios
Cualidad de Dios
La deidad
La existencia de Dios
¿Es posible “probar” la existencia de Dios? Para algunos pensadores es tan obvio que, entendido como sea, el concepto de Dios llega a ser la base para todo lo que es vida, pensamiento y actividad. Otros se limitan a lo que el hombre puede observar, medir y clasificar, por medio de sus sentidos, ayudados hoy en día por multitud de delicados instrumentos, y dicen que no hallan a Dios en las incalculables distancias del cosmos, ni en la intrincada estructura del átomo. Los filósofos de la edad media y del Renacimiento, y hasta el nuevo enfoque de Kant, formulaban “pruebas” de la existencia de Dios, tomando por base la necesidad de una “Primera Causa” y de una Mente que diseñara la enorme multiplicidad de órganos, para mencionar sólo un aspecto de la creación, y que cumplen maravillosamente ciertos fines determinados. La misma mente humana parece elegir una Mente que la constituyera, siendo imposible imaginar la evolución de una inteligencia de la mera materia inanimada. Con más razón todavía se piensa que no podemos concebir la posibilidad de que una “personalidad” surja por azar de elementos que no dan señal alguna de esta maravilla fundamental de la vida humana. Se ha dicho que cuando se echan estas “pruebas de la existencia de Dios” por la puerta suelen volver a casa por la ventana, puesto que el hombre, sintiendo su dependencia e insuficiencia propia, busca “algo” o a “Alguien” que pueda explicar su propia existencia y el orden que existe en la naturaleza.
Con todo, al examinar las doctrinas bíblicas, no tenemos necesidad de depender de estas pruebas. Existen, y para nosotros son válidas, pero la Biblia no se propone “probar” la existencia de Dios, sino que da por sentado este gran hecho y procede a revelar la Persona del Creador, con sus planes y sus obras, como es evidente por las primeras palabras de Génesis: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. En el primer estudio subrayamos el hecho de que sólo Dios puede revelar su propia existencia y naturaleza, de modo que una pregunta más significativa será la siguiente: “¿Ha hablado Dios?” Suponiendo su existencia por el momento, y el hecho de que puede y quiere revelarse, hemos de prestar atención con el oído interior para “oír” lo que ha dicho. Si hallamos evidencia de tal naturaleza y calidad que ha de ser forzosamente divina, ya que no puede surgir del mero raciocinio humano, será necesario reconocer el hecho de que Dios ha hablado, y, por ende, que Dios existe. Ya hemos notado algunas de las maravillas de esta revelación divina, y volveremos a contemplarla al meditar más en la Persona y obra del Verbo encarnado.
Recibiendo con humildad y fe las declaraciones del Maestro en los capítulos 14 a 17 de Juan, aprendemos que aquel que le ha visto a él, ha contemplado también al Padre. Debiéramos tener presente siempre que el Señor Jesucristo es la “imagen”, la “exacta representación” del Padre, y que, en último término, sólo podemos conocer a Dios por medio del Hijo.
Sin embargo, al hablar de la Deidad, es preciso tomar en cuenta la revelación total de las Sagradas Escrituras, pero sin olvidar las palabras determinativas del Verbo encarnado: “Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais” (Jn 14:7).
La naturaleza de Dios
Al examinar las declaraciones bíblicas en cuanto a Dios, existe el peligro de perdernos en conceptos teológicos abstractos, tan sublimes que nos dan vértigo en lugar de consuelo. Por eso hemos de dar tantas gracias a Dios por haberse revelado por fin, “en su Hijo”, viendo sus atributos manifestados e ilustrados por medio de una Vida humana. Hay tres declaraciones en los escritos del apóstol Juan que señalan la naturaleza de Dios en tres de sus aspectos: “Dios es Espíritu” (Jn 4:24), “Dios es amor” (1 Jn 4:8,16), “Dios es luz” (1 Jn 1:5). Al declarar que Dios es Espíritu se afirma que no tiene partes corporales ni limitaciones materiales, bien que puede revelarse por medios de su propia elección. No se halla limitado por la naturaleza, que es su obra, siendo a la vez trascendente e inmanente: términos que indican que está por encima de todo lo que él mismo ha creado, siendo al mismo tiempo el principio vital y espiritual que obra dentro de todo. Su naturaleza como Espíritu implica también su omnisciencia (todo lo sabe) y su omnipresencia (que está presente en todas partes). Estas condiciones únicas y sublimes fueron reveladas a los escritores inspirados del Antiguo Testamento, como se destaca con gran claridad en el Salmo 139. Implícito en todo ello se halla la infinitud y la eternidad de Dios, ya que desconoce las limitaciones del tiempo y del espacio, tan esenciales para la criatura. Por la infinitud se entiende que los atributos de Dios son perfectos, manifestándose sin estorbo posible dentro de su propia voluntad. La eternidad no es una extensión sin fin de tiempo, sino la realidad existente y presente de Dios como hecho primordial e inmutable, de donde fluye el tiempo a los efectos de la creación, pero sin adelanto ni retroceso en cuanto a Dios mismo. Se revela su inmutabilidad, que significa la ausencia de todo cambio, sea en su Persona, en su voluntad o en sus propósitos. Cuando ciertos versículos bíblicos parecen indicar “cambio de plan” en Dios, hemos de entender que las expresiones se adaptan a las limitaciones de la comprensión del hombre, tratándose de lenguaje “antropomórfico” como método necesario de la revelación en aquel contexto.
Las otras expresiones que hemos notado, “Dios es amor” y “Dios es luz”, pertenecen a una clase distinta, pues el “amor” no es sólo existencia o ser, sino algo que pertenece al carácter moral. Dios no necesita de nadie ni de nada, pero por las mismas condiciones de su ser, según la revelación de ellos que hallamos en la Palabra y en el Señor Jesucristo, quiere dar de sí mismo a otros, sea en el misterio de comunicación dentro del seno de la Trinidad, sea por la operación de su gracia en sus obras, con referencia especial a seres inteligentes. He aquí una revelación única de lo que es Deidad que sólo se da en la Biblia.
1. Dios es luz
“Dios es luz” es una forma figurada de declarar que no hay sombra de maldad o de engaño en Dios. Los hombres inventaron “dioses” que participaban de sus propios vicios, aumentándolos, pero Dios es luz y sólo se conoce la justicia como reflejo de su ser. Al repetir tantas veces los escritores del Antiguo Testamento que Dios es santo quieren decir que es único en la perfección de su ser, y que la santidad es la esencia de Dios. Si se manifiesta en ángeles, o en hombres, es porque éstos han sido separados para Dios y, por la gracia divina, tienen participación en su esencia siempre sobre el nivel de criaturas.
2. Los atributos de Dios
Los atributos de un ser vienen a ser las condiciones y cualidades que le caracterizan, o sea, las afirmaciones que es posible hacer en cuanto a él. Obviamente la naturaleza de Dios se conoce por sus atributos, y, en su caso, éstos expresan perfectamente su carácter, existiendo en absoluta perfección, sin límites posibles en cuanto a su esencia u operación. Los teólogos dividen los atributos de Dios en dos clases: los incomunicables y los comunicables. Los primeros pertenecen únicamente a Dios, pero los segundos podrán reflejarse en sus criaturas inteligentes y morales. Desde luego, la auto-existencia, la omnipotencia, la eternidad y la omnisciencia son atributos propios de Dios mismo, que no pueden ser comunicados a criatura alguna. En cambio, su amor, su justicia, su misericordia y su bondad pueden reflejarse en las criaturas por la operación de su gracia y por las energías del Espíritu Santo.
3. La omnipotencia de Dios
En vista de la defectuosa comprensión de este atributo esencial de Dios, hemos de dedicar un párrafo al intento de echar luz sobre su verdadero significado. Para el hombre natural, omnipotencia quiere decir “poder sin límites”, que puede aplicarse dónde y cómo sea, y se piensa en un dictador que recoge en sus manos todos los resortes del poder de un imperio, obrando luego según sus gustos. Tratándose de Dios, también hemos de comprender “potencia sin límites”, pero evidentemente sólo puede obrar según su propia naturaleza, las exigencias de su ser y sus propios atributos. En otras palabras, Dios no puede dejar de ser fiel a sí mismo, de modo que la “omnipotencia” no se derrocha caprichosamente, sino según las “leyes” que corresponden a la naturaleza divina. El poder de Dios no puede alterar su justicia ni ir en contra de su propia santidad, ni cambiar sus propósitos. Cuando el hombre pregunta: “Si Dios es omnipotente, ¿por qué no interviene para impedir guerras, desastres naturales, enfermedades penosas, etc.?”, se olvida de que Dios obra según sus atributos y sus planes, hallándose entre las leyes inalterables de sus operaciones la que el apóstol Pablo expresa de esta manera: “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Ga 6:7). Si el que obra mal fuese librado del fruto de su maldad por la intervención de la potencia de Dios, no sólo dejaría Dios de ser justo, sino que el hombre mismo perdería la posibilidad de aprender las lecciones morales y espirituales que surgen de su experiencia de los juicios de Dios. Lo mismo se aplica a la raza, a las naciones y sociedades. Dios es omnipotente en todo lo que él mismo determina, y eso brota de la naturaleza inalterable de su Ser y de sus atributos.
4. Dios como Juez
El salmista exclama: “Los cielos declararán su justicia porque Dios es el Juez” (Sal 50:6), y Pablo habla de “la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus obras” (Ro 2:5-6). La Biblia contiene centenares de declaraciones que insisten en lo mismo. Volveremos sobre el tema de la responsabilidad moral del hombre, pero aquí basta recordar que el justo Dios le creó, colocándole en estrecha relación consigo mismo, pero con libertad para escoger entre la sumisión a Dios o el derrotero de su propia voluntad, que es el pecado. Por ende, ha de dar cuenta de sus obras, siendo el Trono de Dios esencialmente el trono de justicia. Dios no le obliga a andar conforme a su voluntad, sino que le permite una elección entre el bien y el mal, proveyendo, a la vez, el auxilio de la gracia divina si el hombre quiere aceptarlo. Si Dios dejara de ser justo dejaría de ser Dios, y ya hemos visto que Dios es luz. No hay acepción de personas delante de él, y su omnisciencia le permite calibrar exactamente los móviles del corazón. Hay juicios históricos, como los que Pablo describe en (Ro 1:18-32), y hay juicios escatológicos, aquellos que se manifestarán en los últimos tiempos, pero es seguro que cada uno recibirá conforme a sus obras: entendidas “obras” en sentido muy amplio que abarca las intenciones del corazón. No podrán quedar pendientes “cuentas sin arreglar” delante del Trono de Dios, con respecto al hombre que Dios ha creado. A la vez sabemos que Dios no puede obrar ni juzgar sino según la más perfecta justicia, que es atributo intangible de su Ser.
Dios es el Creador
Ya hemos notado la declaración fundamental que inicia la revelación escrita: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. En Hebreos leemos: “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve, fue hecho de lo que no se veía” (He 11:3) (Ap 4:11) y numerosas declaraciones en los Salmos, Isaías, etc. Dios no es una mera “Primera Causa” que puso en marcha “la máquina” de la creación, para luego alejarse, dejando que funcione por sus medios, sino a través del Hijo, el que “sustenta todas las cosas con la palabra de su poder” (He 1:3) (Col 1:16-17). Sin la constante acción de la potencia sustentadora de Dios, el mundo y el universo cesarían de existir. Sabemos hoy, lo que ignoraban generaciones pasadas, que unos pequeños cambios en el delicado equilibrio de las fuerzas llamadas “naturales”, el abuso por el hombre egoísta de los recursos de tierra, aire y agua, el estallido de una guerra atómica o biológica, o cambios nucleares en el Sol, podrían poner fin a la vida humana en la Tierra tal como nosotros la conocemos, pero el Sustentador mantendrá todo hasta que él determine que haya Nuevos Cielos y Tierra.
La voluntad de Dios
1. La soberanía de Dios
Dios, por ser Dios, ha de ordenar todas las cosas según su propia sabiduría e intento, bien que la revelación bíblica enfoca su luz mayormente sobre el propósito de gracia en Cristo Jesús que determina la consumación de una Nueva Creación (después de la victoria final sobre el mal) que será la morada de todos los salvos (Ef 1:3-14) (2 Ti 1:9-10).
El tema de la soberanía de Dios se ha complicado por el hecho de que ciertos teólogos han pensado que honraban a Dios por insistir en el hecho primordial de su voluntad y su soberanía, más bien como un principio filosófico que como una verdad revelada, en relación con el plan de la salvación. Dios no ha autorizado a nadie a formular “decretos” suyos, cuya aplicación “se deduce”, muy a menudo, porque los teólogos arrancan textos de su contexto. La voluntad de Dios no es un concepto abstracto, sino el movimiento de aquellos atributos que hemos considerado, excluyéndose todo lo que es meramente arbitrario como impropio del Dios de amor, de justicia, de misericordia y de bondad. Dios no hace acepción de personas. La voluntad de Dios se revela en acción a través de la vida y ministerio terrenal del Señor Jesucristo. En otras palabras, siempre será la voluntad del Dios y Padre de nuestro Señor Jesús, quien exclamó: “Venid a mí todos… y yo os haré descansar” (Mt 11:28). Textos explicando la manera en que la providencia de Dios ordena que hasta los rebeldes adelanten sus propósitos (Ro 9) se han aplicado a criaturas humanas que nacen en el mundo, suponiéndose, por el proceso de la lógica humana que hemos notado, que concede su gracia a algunas para ser salvas, negándola a otras que forzosamente se han de perder. Todas las invitaciones, exhortaciones y reprensiones de la Biblia presuponen que el hombre, aun siendo incapaz de salvarse a sí mismo, puede aceptar o rechazar la gracia de Dios, y por eso la vida eterna se ofrece “a todo aquel que cree”. No sirven sutilezas teológicas en este asunto, pues nos confrontamos con una disyuntiva ineludible: o las invitaciones son genuinas, y ofrecen la vida a personas que, auxiliadas por la gracia, pueden aceptarlas; o son unas farsas que hacen ver que hay oferta de vida para todos, mientras que, de hecho, los reprobados por decreto eterno no pueden aceptarlas. En el próximo estudio meditaremos en las condiciones humanas frente a la gracia de Dios, limitándonos aquí a destacar los hechos siguientes: a) No se ha revelado el origen del mal, pero su existencia se manifiesta trágicamente en la raza caída. b) Dios, al crear al hombre, determinó que había de ser una criatura capaz de responder libremente a su amor, de tal modo que, sin esta libertad, cesa de ser hombre. Obviamente, desde nuestro limitado punto de vista, las operaciones de la voluntad de Dios no pueden manifestarse con absoluta diafanidad cuando se trata de respetar esta libertad humana, y cuando las obras de Dios se realizan en un mundo que “yace en el maligno”.
2. La providencia de Dios
Algo de lo que hemos resumido en el párrafo anterior cabría bajo el epígrafe de la providencia de Dios: término que se aplica a su gobierno, pese al hecho de que Satanás, por su victoria sobre el hombre, virrey de Dios en la tierra en los días de su inocencia, controla los reinos de este mundo según las normas de su “mundo”: el egoísmo, la envidia, la mentira y la violencia (Lc 4:6) (1 Jn 5:19). Según los propósitos divinos que nosotros no podemos conocer sino muy parcialmente, uno es la necesidad de sacar del mundo un pueblo para su Nombre, Dios soporta estas condiciones, pero sin “abdicar”, ya que todos han de reconocer lo que tuvo que aprender Nabucodonosor: “Para que conozcas que el Altísimo tiene dominio en el reino de los hombres” (Dn 4:25). Hasta la “ira del hombre” puede volverse en bien, gracias a este gobierno providencial de Dios, afirmando el salmista: “Ciertamente la ira del hombre te alabará; tú reprimirás el resto de las iras” (Sal 76:10). La providencia de Dios todo lo prevé y todo lo provee, pese a las manifestaciones del mal en una raza perdida. He aquí la base de las oraciones del pueblo de Dios, a quienes el apóstol Pablo da la seguridad siguiente: “El Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies” (Ro 16:20). Dios puede mantener su gobierno providencial, sin mengua de su justicia, gracias a la obra de expiación del pecado en la Cruz, que satisface las exigencias de aquella justicia, haciendo posible una obra que combina la gracia con la disciplina hasta la consumación de la obra redentora.
La Santa Trinidad
La palabra “Trinidad” no se halla en la Biblia, pero eso no quiere decir que sea un mero término teológico inventado por los hombres. El hecho de que Dios es uno, único Dios verdadero frente a la multiplicidad de falsas divinidades, es algo que Israel tuvo que aprender por la revelación del Antiguo Testamento. La verdad complementaria de que Dios es uno en esencia y voluntad, y que también existe eternamente en tres Personas, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, es una verdad enseñada, después de la encarnación del Hijo, en los escritos del Nuevo Testamento. Desde luego, insistimos en que es una verdad revelada, que sólo se aclara hasta donde Dios la ha descubierto, ya que la criatura no puede llegar a las profundidades del Ser infinito de Dios, pues “nadie conoce al Hijo sino el Padre; ni al Padre conoce alguno sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mt 11:27). Como texto básico tenemos la fórmula bautismal de (Mt 28:19): “Bautizando (a los discípulos) en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”. El “nombre” en la Biblia indica el valor total de la persona con la plenitud de su autoridad, no pudiendo haber más que un nombre divino en último análisis. Pero este Nombre es de tres Personas, siendo éstas más que meras manifestaciones distintas de la deidad. Al mismo tiempo hemos de desechar la idea de “tres Dioses”. Dios no podría ser Amor eternamente si la Deidad fuese monolítica, pues, antes de haber “criaturas”, el amor sólo podía comunicarse entre las “Personas” de la Deidad.
Los Apóstoles no aprendieron la doctrina de la Santísima Trinidad de una forma dogmática, sino experimentalmente, por medio de los hechos de la revelación que iban presenciando. Si consideramos los discursos y conversaciones de Juan capítulos 14 a 16, con la oración de Jesús en el capítulo 17, notamos que el Maestro habla de “ir al Padre”, a la vez que afirma su identificación con él. Anteriormente en (Jn 10:30) había declarado la unidad de esencia del Padre y del Hijo. Análogamente habla de la pronta venida del Espíritu Santo, quien le había de sustituir como su “otro yo” (Jn 14:15-17).
En cuanto a la deidad de Cristo, Tomás Dídimo expresó la convicción de todos los Apóstoles cuando, postrado ante el Señor resucitado, exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20:28): convicción a la cual habían llegado todos por la evidencia de las obras del Señor Jesucristo. Después de cumplirse la “promesa del Padre”, al ser enviado el Espíritu Santo, los Apóstoles aprendieron también que el Espíritu no era una mera influencia, sino que les llenaba de potencia divina, les dirigía en su servicio, cambiando sus planes si hacía falta, dando muestras siempre de la plenitud de la Deidad (Hch 2:1-4) (Hch 5:3-4) (Hch 8:29) (Hch 16:7). Esta experiencia de la Deidad del Espíritu Santo fue confirmada por las revelaciones que iban recibiendo los Apóstoles (Ga 4:6) (1 Co 2:10-11), y por implicación en todas las referencias al Espíritu Santo.
Sin deseo alguno de ir más allá de lo revelado en cuanto a este misterio, y a riesgo de alguna repetición, podemos notar que, tomando en cuenta los variados contextos de las referencias bíblicas al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, hallamos que se atribuye al Padre el pensamiento, el propósito y el plan, y a veces “Padre” equivale a la expresión total del Trino Dios. El Hijo es Creador de todas las cosas (Jn 1:1-3) (Col 1:15-17) (He 1:1-4), como divino Agente para llevar a cabo el Plan del Padre a través de los siglos. También es Agente para la realización del plan total de Redención hasta coordinar todas las cosas en sí mismo, habiendo reducido todo lo creado a la obediencia del Padre (Col 1:18-20) (Ef 1:3-14) (1 Co 15:23-28). El Espíritu Santo es también Agente divino para cumplir los propósitos de Dios, pero él obra como vitalizador dentro de las obras y de las personas, es decir, subjetivamente (Gn 1:2) (Ro 8:4,11,16,26-27) (Ga 5:16-26). Ya hemos notado su gran obra de revelación, siendo el Espíritu Santo quien inspiró a los autores humanos de los libros de la Biblia.
“Dios en tres Personas, bendita Trinidad” es un hecho básico de la revelación bíblica, y el que abandona esta doctrina ha perdido el derecho de llamarse “cristiano”.